viernes, 13 de diciembre de 2019


Por dónde empezar cuando se trata de hablar de educación emocional. Ante todo trataré de huir de aquellos tópicos que hablan de la educación emocional como crisol de ideas en las que cabe cualquier cosa relacionada con las nuevas pedagogías y su vínculo con las corrientes new age derivadas del culto al individualismo más espirituoso.

Creo que es harto imposible hablar de educación sin emoción, sin emocionar ni emocionarse (Romera, 2019). Porque es una labor que así lo precisa y requiere. Nada como acompañar a una criatura en el descubrimiento del mundo, y digo acompañar en el sentido más estricto, huyendo también de aquellos que defienden la no intervención del adulto o aquello que propone Goldschmied (1998) de intervenir sin interferir.

Haciendo un alto en este punto, sinceramente creo y las realidades hablan por sí solas, que aquellos que defiende la ausencia de intervención del adulto acaban por generar desprotección en los niños. Presuponer una autonomía espontánea implica no guiar y eso desorienta al niño en su construcción del mundo. Se me echarán encima aquellos que creen que el adulto ha hecho tanto daño en el pasado en la educación de las criaturas que ahora ha llegado el momento de lo que llaman la mirada consciente y abierta. De nuevo nomenclaturas que recuerdan al espíritu new age que sigue embargando la pedagogía de falta de sentido común.  Una mirada consciente, bien y lo más abierta posible para abarcar la realidad de cada niño y sostenerla. Comellas (2011) sostiene que educar implica ejercer una influencia intencionada que puede llegar a restar espontaneidad en las criaturas pero que tiene que favorecer la madurez y la comprensión del contexto donde se vive. Así, educar implicaría guiar por parte de las personas adultas y eso comporta una clara responsabilidad en relación a las repercusiones de las decisiones que se toman hacia los niños.

El niño necesita del adulto y eso es incuestionable. No es necesario ponerse ahora a leer a aquellos que venden humo pedagógico a precio de oro mientras llenan los auditorios de una bruma de consciencia global y armonía, eso sí, sin antes armonizan sus cuentas corrientes a cuenta de su público, para poder entender lo que trato de explicar. Existe un gran mercado en torno a estos conceptos ligados a la educación: libros, conferencias, cursos, postgrados e incluso másters. Y un gran número de ávidos consumidores de estos productos

Si acompañar supone estar presente, guiar, inducir, estimular, escuchar, preguntar y comprender, ¿dónde está ese profesional consciente, con sus chakras perfectamente alineados mientras en el aula o el tiempo de recreo sus alumnos exploran su fuerza los unos con los otros? ¿Dónde está el profesional impregnado de espiritualidad cuando un niño le está pidiendo límites a gritos? El límite, otro gran tema que se pierde en las vacuidades de aquellos que con su mirada consciente llenan sus bocas y prácticas de discursos vacíos y carentes de acción. Un niño necesita límites y eso está bien y es necesario. No podemos huir de ello. La gran pena y sobre todo la gran pérdida es aquella que está haciendo que los niños y niñas estén construyendo sus propias realidades por ausencia de límites y eso es el sálvese quien pueda. Aquí es entonces cuando la violencia infantil campa a sus anchas mientras el adulto “consciente” sigue pendiente de su ombligo y tratando de defender su discurso del naufragio que le proporciona la realidad. Aquí es cuando me doy cuenta del daño que le estamos haciendo a la infancia bajo esta estela con olor a Patchouli y cromoterapias varias.

Me llama mucho la atención que el gremio de profesores y educadores no estemos obligados a tener un seguimiento psicoemocional por un profesional colegiado (horror, cuidado otra vez las pseudoterapias que no hacen más que edulcorar las carencias personales). En algunos países europeos es una obligación ya que, de este modo se garantizaría la supervivencia emocional de aquellos que dedican su vida a contener otras. No es un aspecto que se deba tomar a la ligera. Las inspecciones educativas únicamente evalúan al comienzo de la actividad docente la idoneidad del profesorado, poniendo el acento sobre todo en aquellos aspectos burocráticos derivados del seguimiento de las programaciones o la localización de documentos internos. Por lo tanto ¿dónde queda la evaluación y el seguimiento psicológico? Inexistente. De ahí que sea una de las profesiones con mayor burn-out. Burn-out que acaba recayendo en las criaturas a las cuales se acompaña.

Me considero frontalmente en contra de estas prácticas que basan su realidad en la construcción de un discurso reiterativo en forma de puzle que no duda en cortar y pegar lo que conviene de la pedagogía clásica y las corrientes de autoconocimiento y crecimiento personal. ¡Menos coaching e incienso y más formación y presencia en los recursos educativos! No es ninguna broma de lo que hablo. Hay incluso un mantra, que imagino les ayuda a estas personas a sentir que lo están haciendo bien en sus prácticas educativas: “Venga, eso no se hace….a ver, así no…”. Y todo esto en un tono de cántico tibetano más que de firmeza y cariño. Pero a la hora de la acción todo queda en ese tono multifloral y ni siquiera hay presencia real. 

Un niño sabe cuándo se le miente, cuando no se le atiende, cuando se le evita. Y no le hacen falta muchas ocasiones parecidas para recurrir a su propia protección emocional, construyendo sus propios límites en ausencia del adulto. ¡Qué gran error!

Me he topado en algunos proyectos educativos con una fuerte confusión de términos que deja al libre albedrío personal que el profesional campe a sus anchas y despliegue todo su arsenal de propuestas naif cargadas de buenismo, pero con muy poca fundamentación teórica y, ante todo, ausencia de mirada holística, pedagógica, práctica y social. Así es, lo social ha dejado de existir desde que el neocapitalismo liberal se ha instalado entre nosotros y se sienta a comer a nuestra mesa. Sólo importa lo que tú sientes, cómo te sientes, y no importa  para nada lo que le pase a los demás a no ser que sea para expiar nuestra falta de espíritu social y tribal (cuidado, otro concepto maltratado) haciendo donaciones a ONG’s (que muchas  viven de eso precisamente). Por ello, la educación se está convirtiendo en un terreno de encuentro de individualidades perdidas que afecta de manera directa a los niños. ¿Es esto un problema social grave? Sin lugar a dudas.

La gran crisis educativa que muchos advierten, se disfraza de conceptos algodonosos y purpúreos mientras la realidad de los alumnos es cada vez más compleja. Un mundo líquido (Bauman, 2003), cada vez más inaprehensible, donde los niños construyen su identidad y se hacen cargo de la falta de acompañamiento de los adultos es el decorado de la actual educación. Creo que es nuestra obligación defender la alegría, como proponía Benedetti en uno de sus poemas, de nuestra profesión y de aquellos que carcomen una tarea tan hermosa, frágil y digna.


BAUMAN, Z. (2003) Modernidad líquida. Fondo de cultura económica.
COMELLAS, M. (2011), Familia escola. Compartir l'educació. Barcelona. Graó
GOLDSCHMIED, E. (1998), Educar l’infant a l’escola bressol. Barcelona.Asoc.Mestres Rosa Sensat.
ROMERA, M. (2019) Educación emocional y emocionante. Cuadernos de Pedagogía núm. 499.




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